El poder de lo público contra la pobreza (Por Eduardo Sánchez)

Dice la sabiduría popular que toda crisis supone una oportunidad. Tal vez esta sentencia pueda parecernos manida pero, sin lugar a dudas, lleva consigo una importante carga de razón.

A estas alturas nadie duda que la crisis está afectando a todos los sectores de nuestra sociedad – incluidas las ONG de Desarrollo, algunas de las cuales han anunciado recortes de personal en las últimas semanas. Nadie debería dudar tampoco, que ese impacto está siendo mucho más agresivo y dramático para las personas más vulnerables del planeta: hay más de 1.500 millones de personas que sufren pobreza extrema en el mundo.

El Plan Anual de Cooperación Internacional aprobado por el Consejo de Ministros el pasado 4 de marzo, consolida una preocupante tendencia que rompe con los compromisos asumidos por el gobierno en materia de cooperación al desarrollo y que, en última instancia, impedirá que los objetivos marcados en la lucha contra la pobreza para 2015 puedan alcanzarse. Los recortes de más de 1.000 millones de euros recogidos por este Plan, conllevan la disminución de la ayuda en sectores tan importantes como la educación, la salud o el acceso al agua y al saneamiento y abren la puerta a que la cifra de 1.500 millones de personas extremadamente pobres se incremente.

En los últimos tiempos estamos asistiendo a un giro en la política de cooperación al desarrollo que pone en cuestión el papel de las ONGD, hasta el punto de que, desde diferentes sectores, se insinúa que tendríamos que pedir a las empresas los recursos para poder desarrollar nuestro trabajo. ¿Supone esto que en un futuro dejaremos de ser un actor relevante en la planificación, ejecución y fiscalización de la política pública de cooperación? ¿Significa que los objetivos de desarrollo humano deben financiarse, por ejemplo, con fondos privados provenientes de empresas que ejercen su trabajo en dudosas condiciones éticas? ¿Realmente se cree que la forma más eficiente de combatir la pobreza es que las empresas dediquen una cantidad de sus beneficios a financiar a las ONG? ¿Serán, entonces, los consejos de administración o las juntas de accionistas quienes decidirán qué se financia en el ámbito de la cooperación al desarrollo?

La deriva de la política de cooperación y cuestionamiento del papel de las ONG empieza a recordarnos la situación vivida hace diez años, frente a la que más de 100 organizaciones y varios cientos de personas comprometidas con el desarrollo respondieron suscribiendo el manifiesto «Ante la contrarreforma en el sistema de ayuda: por una política de cooperación efectivamente orientada a combatir la pobreza» donde se señalaban las incoherencias  y escasos  compromisos de nuestro sistema de cooperación, así como con ineficacia en la gestión de los recursos de cooperación.

En este contexto, no debemos olvidar que desde su surgimiento, cuando agrupaciones locales comenzaron su apoyo solidario a países centroamericanos, la cooperación al desarrollo ha estado directamente vinculada a la sociedad civil organizada. Las ONGD son en esencia manifestaciones de una ciudadanía global y responsable. La canalización de la ayuda al desarrollo a través de ellas ha potenciado la participación ciudadana en la construcción de la política pública y el fortalecimiento del tejido social. El papel que estas organizaciones juegan en la fiscalización y transparencia  de la acción de las administraciones y los gobiernos, es determinante para el ejercicio pleno de la democracia.

Las ONG no son un fin en sí mismo; son representantes de una sociedad comprometida que trabaja con otras sociedades en la defensa de los Derechos Humanos y en el establecimiento de unas relaciones equitativas entre los países. Nuestro objetivo es la erradicación de la pobreza en sus múltiples y diversas manifestaciones; éste debería ser también el objetivo de las políticas públicas, pero lamentablemente no es el de las empresas cuya lógica de actuación es muy distinta. En una democracia consolidada, una política pública se construye y se pone en práctica de manera compartida e incorpora a todos los actores implicados en la consecución del mismo objetivo. Esto supone necesariamente la gestión conjunta de los recursos públicos. No perdamos el foco, los fondos públicos son de la ciudadanía, no de los gobiernos.

La situación económica internacional y el papel de las instituciones financieras mundiales, la debilidad de muchas de las políticas públicas en el interior de los países donde trabajamos o la falta de financiación para el desarrollo, son factores que condicionan de manera determinante el trabajo que realizamos las ONG. Pero ello no supone, en ningún caso, una excusa para rebajar nuestras exigencias, compromiso y trabajo para que el desarrollo pase necesariamente por una transformación social. Alcanzar el desarrollo exige una serie de condiciones imprescindibles sobre las que, como ONG, podemos actuar tan solo de manera limitada. La primera de esas condiciones es la existencia de una política pública que por un lado proponga el desarrollo y, por todo, lo haga posible a través de recursos y actuaciones coherentes. El ejercicio de esa responsabilidad de los gobiernos no debe disociarse del papel de la sociedad civil en la promoción del desarrollo, dentro y fuera de un Estado. Los niveles de exigencia deben ser para ambos igualmente firmes.

Estos planteamientos deberían suponer un punto de inflexión para todos y cada uno de los actores del desarrollo. Deberíamos revisar nuestros aciertos y errores, buscar nuevas fórmulas de trabajo, novedosas estrategias que nos permitan afrontar de manera efectiva los grandes retos de un mundo complejo e interdependiente. Sólo así podremos hacer realidad la sentencia popular que une crisis a oportunidades.

 

24.03.2011 / Eduardo Sánchez Jacob

Presidente

Coordinadora ONGD-España

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