Artículo de: Álex Guillamón, coordinador de Entrepobles (Texto original en catalán. Traducción Lluis Ruíz-Giménez)
Los mensajes de los poderes económicos, políticos y mediáticos ante la crisis insisten en desactivar todos los resortes de la solidaridad, tanto cercana como internacional. Entre las entidades que han estado trabajando en cooperación los últimos años, y la sociedad en general, reina el pesimismo, el desconcierto y el temor ante un futuro incierto. Sin embargo, es ahora -ante el desmantelamiento y la privatización de las políticas públicas de cooperación- cuando más necesario resulta recordar que el internacionalismo, la solidaridad internacional, es un valor enraizado a nuestro pueblo que no nació por gracia gobernativa ni de ninguna convocatoria de subvenciones.
Hace más de cuarenta años que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la famosa Resolución 2626 (XXV), con el siguiente texto: “Todo país económicamente desarrollado se esforzará por efectuar cada año, a partir de 1972, una transferencia de recursos financieros a los países en desarrollo por un importe mínimo neto equivalente del 1% de su Producto Nacional Bruto a precios de mercado (…) Los países desarrollados que no puedan alcanzarlo el año 1972 se esforzarán en conseguir este objetivo en 1975, a más tardar”.
La Asamblea de Cataluña no pensaba en esta resolución cuando, a finales de 1973, hizo un llamamiento a solidarizarse con el pueblo chileno y el gobierno de la Unidad Popular, que acababa de padecer uno de los golpes de estado más sangriento, justamente un 11 de septiembre. Todavía desde la clandestinidad y en un país en desarrollo, las actividades de solidaridad, que tomaban como base la plena conciencia de una lucha común, se extendieron.
El nacimiento de un movimiento popular
Una de estas actividades se realizó desde la parroquia de la calle Dos de Maig de Barcelona durante la misa del gallo de 1973. Bajo aquella oscura, helada y larga noche del franquismo, la iglesia se llenó hasta los topes: un cálido oasis de libertad y solidaridad. Nadie habría podido distinguir entre feligreses y militantes antifranquistas, unos y otros cantaban por primera vez Violeta Parra, la cantata de Santa Maria de Iquique de Quilapayún… y sobre todo, el gran Víctor Jara.
Unos pocos meses después, los barracones de Pedralbes de la Universidad de Barcelona, donde las paredes todavía gritaban “Salvemos a Puig Antich”, los Comités de Curso de los estudiantes organizaban una charla con un representante del Frente Polisario. El coloquio se alargó más de lo que recomendaban por seguridad, ya que no había demasiadas oportunidades de tener información de primera mano sobre esta cuestión. La gente quería saberlo todo sobre la guerrilla saharaui, cómo disputaba el territorio al ejército franquista y como se estaba negociando la autodeterminación. Se prevenía que la liberación del Sáhara sería un golpe duro para el franquismo, similar a la revolución de los claveles en Portugal. Nadie podía imaginar, por aquel entonces, que la noche que viviría el pueblo saharaui estuviera tan lejos del final.
Pero fue al inicio de 1978 que se pudo hablar más claramente del nacimiento de un movimiento popular de solidaridad organizado en nuestra casa. En los locales de hermanamiento, mucha gente y varias entidades se juntaron en la reacción ante lo que estaba sucediendo en un país que hasta hacía poco tiempo nadie podía ni siquiera ubicar en el mapa: Nicaragua. Un señor alto y formal, José María Valverde, daba lecciones aceleradas de fe, ética y poesía roja y negra e insistía que, a pesar de la represión sobre Masaya, la revolución era cuestión de meses.
Aquel febrero se produjo la prematura insurrección del barrio de Monimbó, en Masaya. Y cuando en agosto de aquel mismo año una columna sandinista asaltó el Palacio Nacional, en Barcelona ya existía el Comité de Solidaridad de Catalunya con el Pueblo de Nicaragua. El 12 de noviembre de aquel año, ocho meses antes de la revolución, en el polideportivo de Sant Andreu, Carlos Mejía Godoy y san Ovidi Montllor actuaron en el primer gran acto de solidaridad para recoger fondos para la insurrección sandinista, Catalunya con Nicaragua.
También por aquel entonces, en el teatro Romea, Lluís Llach presentó su nuevo disco Mi amigo el mar, que incluía la canción “Compañeros no es esto”. Y era exactamente eso lo que pensaba una generación entusiasta de activistas sociales y políticos, que mascaba la decepción por una transición que había abaratado el sueño y había dejado intactos los poderes fácticos y económicos de las últimas décadas y el Estado borbónico. En un contexto en que la sociedad levantaba la vista al mundo por primera vez en varias décadas, la revolución sandinista fue el inicio de un movimiento social de solidaridad internacional que propició el surgimiento de centenares de comités locales de solidaridad, primero con Nicaragua y más tarde con El Salvador y Guatemala.
Todavía faltaban siete años para la creación de la Secretaría de Estado para la Cooperación Internacional y para Iberoamérica y ocho para la primera convocatoria de ayudas al Tercer Mundo que inauguraría la Generalitat.
Durante años, centenares de personas acompañaron a la Nicaragua que resistía la agresión del gobierno de Reagan; en Morazán y Chalatenango (las zonas liberadas del FMLN en el Salvador), los campos de refugiados hondureños de Colomoncagua y Mesa Grande, en las montañas y las selvas guatemaltecas del Quiché o en los campos de Campeche, Chiapas o Quintana Roo (México). Maestros, médicos, enfermeras, personal administrativo, periodistas, lampistas, estudiantes… gente solidaria que quería ayudar a aquellos pueblos a impulsar un nuevo mundo, ya que no se había podido conseguir aquí. Faltaban ocho años, todavía para la aprobación del Estatuto de Cooperante.
En 1986, en Nicaragua, se hizo la segunda campaña de alfabetización Yo sí puedo. La noche de 10 de mayo de aquel año, el Palacio de Deportes se quedó pequeño para el emblemático Nicaragua Rock. Se impidió la entrada a muchísima gente. Después todo se relajó y al final la montaña de Montjuïc botaba a ritmo de ska con el tema “Nicaragua Sandinista” de Kortatu. Entre lo que se recolectó esa noche y en otras actividades prácticamente se superaba el presupuesto de la partida de Ayudas al Tercer Mundo de la Generalitat.
Aquel mismo verano, en Salt, se construyó el Fondo Catalán de Cooperación al Desarrollo, dentro del cual algunos ayuntamientos como el de Arbúcies jugaron un papel clave como motor reivindicativo y como palanca entre el movimiento social de la solidaridad y la implicación de la administración local.
El 0,7% y las políticas de cooperación
Los comités de solidaridad vivieron un debacle importante a principios de los 90’. Costó sobreponerse al bloqueo de los procesos revolucionarios en América Central. Había llegado el fin de la guerra fría y se proclamó el fin de la historia.
Pero en el otoño de 1994 la reivindicación del 0,7% iniciada por Justicia y Paz en 1981 se convirtió en una nueva ola social de solidaridad. Una convocatoria de la Plataforma 0,7% acompañada de una huelga de hambre se tradujo en acampadas en las plazas y las calles de todo el Estado, como reacción ante el desastre humanitario de la guerra de los Grandes Lagos africanos y para presionar a la clase política a emprender medidas de responsabilidad internacional. La Diagonal de Barcelona se llenó de tiendas de campaña desde la facultad de Económicas hasta la plaza Francesc Macià durante casi dos meses. Las analistas hablaron de una respuesta solidaria única en Europa.
La Plataforma 0,7% lo definía así: “El cumplimiento de la resolución de la ONU de destinar el 0,7% del PIB al desarrollo humano sostenible de los países empobrecidos, a pesar de que entendemos que es solo un primer paso, no es una concesión de los países ricos, sino una restitución, insuficiente, éticamente obligada porqué es un derecho básico de todos los pueblos de la Tierra”. El movimiento del 0,7% y más, la reivindicación de una política pública de cooperación internacional transparente, responsable y de calidad y con un sentido de restitución, abrió un ciclo sociopolítico de interrelación contradictoria entre la solidaridad de raíz popular y el despliegue de políticas públicas de cooperación internacional, forzadas por las movilizaciones y por un amplio apoyo de la opinión pública. Un ciclo que ahora se está cerrando con la crisis/estafa financiera.
Distintos colectivos continuaron poniendo los temas claves para la justicia global en la agenda pública y política. La crítica a la celebración del quinto centenario, la solidaridad con la rebelión zapatista de Chiapas, la campaña del cincuenta aniversario del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (durante la época de los ajustes estructurales en los países empobrecidos) y sobretodo la campaña y la consulta sobre la deuda externa, con continuidad en las movilizaciones antiglobalización de los primeros años del nuevo milenio, son algunos ejemplos de ello. Se reivindicaba una política pública que no fuera entendida como una ayuda, sino como una restitución, partiendo de la crítica al pasado y presente colonial y denunciando los nuevos mecanismos de dominio global, definidos más adelante como anticooperación.
Al mismo tiempo, como cualquier otro fenómeno que gana terreno entre la opinión pública de esta sociedad, la cooperación y la solidaridad fueron asimiladas por los medios de comunicación y la publicidad empresarial. Se ofrecía un espejo donde nuestra sociedad se reflejaba, por primera vez, como un país rico, optimista, y generoso (a golpes de hipoteca), un país modelo de transición hacia la democracia y de crecimiento económico, un país desarrollado que ayudaba a los que estaban en vías de desarrollo. Pero las políticas de cooperación no despegaron hasta que llegó la época de los Gobiernos de Zapatero en Madrid, y del tripartito en Catalunya. Durante estos años, el progresismo de los gobiernos confluyó con el cénit de la burbuja inmobiliaria. Sobraba dinero por todas partes, lo que hacía más fácil la generosidad, tan pronto para construir un AVE hacia ningún lugar, como para liderar el Comité de Seguridad Alimentaria Mundial de la ONU.
No se puede explicar de otra forma que la profunda superficialidad del discurso de la “lucha contra la pobreza, seña de identidad del gobierno incluso en tiempos de crisis” desapareciera de la noche al día, después de la famosa llamada que recibió Zapatero.
Durante estos años, ha habido una interrelación constante y en ambos sentidos entre la cara social y la institucionalizada de la solidaridad y la cooperación. La euforia socioeconómica y la abundancia han ido transformando a algunos colectivos de solidaridad popular en empresas de cooperación dependientes de las administraciones e instaladas en el crecimiento permanente de los presupuestos. Pero también ha habido colectivos que, partiendo de la cooperación asistencial o profesional, han evolucionado críticamente hacia un cuestionamiento sistémico. O personas que, sin abandonar nunca la solidaridad popular, han creído necesario social y políticamente reivindicar e intervenir en las políticas públicas.
La solidaridad hoy
Hoy, cuando se están desmontando las políticas de cooperación, cuando gran parte de la sociedad civil que trabaja en este ámbito afronta graves crisis de subsistencia debido a los impagos y por una gestión chapucera, es justo cuando hay que mantener la calma y sacudirse la impotencia y el pesimismo.
No se trata de menospreciar la importancia de la Res Píblica. Al contrario, hay que denunciar este neoliberalismo del Señor Esteve, rastrero, que gobierna deconstruyendo las políticas sociales. Una gestión que ha reconvertido a la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo en una suerte de ONG de la Cámara de Comercio y el Rotary Club, una política que mientras proclama la creación de estructuras de Estado, ha huido por la puerta trasera de los compromisos de cooperación con distintos pueblos y gobiernos, a los cuales tarde o temprano necesitaremos tanto como nos necesitan ellos.
La gallina fue antes que el huevo
Sin embargo, hay que ir más allá de la denuncia y recordar que la gallina fue antes que el huevo: la solidaridad no depende especialmente de las instituciones, sino del empuje y la capacidad que tenga el pueblo de rehacer las alianzas y el tejido social, de conquistar y construir los derechos colectivamente.
Cierto es que los retos son infinitamente más grandes hoy que hace cuarenta años. La crisis del capitalismo global, climática, energética, alimentaria, del bienestar y de los bienes comunes obliga a afrontarla la acción social y política con una perspectiva local y global. Incluso en la situación de crisis actual, nuestra sociedad utiliza un territorio tres veces mayor al que ocupa para satisfacer su nivel de consumo. Y no hablamos solamente de la huella ecológica; diariamente, en todo el mundo, millones de personas mueren, malviven o son perseguidas a raíz de la guerra silenciosa puesta en marcha por las multinacionales para hacer negocio vendiéndonos toda clase de artículos.
Por lo tanto, hay que replantear la inserción de este país dentro del planeta y la comunidad internacional para transitar hacia una forma de bienestar más responsable y justa y menos vulnerable, desvinculada de la perspectiva del crecimiento permanente, de la producción y el consumo material. Se necesita una cooperación para el postdesarrollo. Librarse de la religión del libre comercio y la dictadura de la especulación financiera y coordinar iniciativas con otros pueblos, del sur y el norte. Ojalá se reaccione ante el engaño de la deuda externa, tal y como han aprendido otros pueblos antes que el nuestro.
Hay que bajarse del pedestal del desarrollo de cartón donde estábamos y pensar que no solamente se puede dar mucho, sino también aprender de las semillas, las iniciativas y las alternativas sociales, económicas y culturales que han empezado otros pueblos. Y todo ello tendrá que hacerse con o sin políticas públicas, con o sin ONGD, con más o menos recursos, pero siempre de forma organizada y colectiva, con los movimientos que están saliendo en nuestro propio país. No hay más salida digna, equitativa, inclusiva y viable para construir una nación libre y solidaria, de mujeres y hombres libres y solidarios, entre todos los retos. Y tal vez algún día alguien recordará que a aquello antes se le llamaba internacionalismo…