La contribución de las empresas a la reducción de la pobreza en los países en desarrollo parece ser una cuestión de fe. Es decir, no se cuestiona. Ni en la forma, ni en el fondo. La consecuencia directa de dar por hecho que esa función sólo puede ser positiva, oculta impactos que en demasiadas ocasiones son justamente lo contrario. Puede resultar sorprendente pero no existen a nivel internacional ni nacional medidas de obligado cumplimiento que pongan freno a proyectos empresariales que pueden vulnerar derechos humanos en los territorios. Todo se queda en unas recomendaciones.
No es una afirmación precipitada. La reciente aprobación en España del Plan de Acción Nacional de Empresas y Derechos Humanos, nos manda precisamente este mensaje. En el texto puede leerse que el respeto por los derechos humanos “….contribuye a fortalecer la ventaja competitiva de las empresas españolas en el mercado global y ofrece a las empresas el marco óptimo para desarrollar sus operaciones empresariales…”. Es decir, el cumplimiento de los derechos humanos en los negocios se entiende como una ventaja para ser más competitivos, no como una obligación. Por ello, el plan no establece límites ni condiciones al trabajo de las empresas. Se queda en la realización de acciones de sensibilización, como si el respeto a los derechos humanos y la defensa de los recursos naturales pudiera ser cuestión de “ser más o menos sensibles”.
Sin embargo, estamos dando la espalda a una realidad cada día más cruda. A medida que determinados recursos escasean (ya sean minerales, energéticos o de producción), las empresas acceden a zonas de gran valor ecológico, con poblaciones asentadas -muchas indígenas- que viven en esos territorios. El choque es inevitable y los conflictos ambientales no dejan de aumentar. Según el Atlas Global de Justicia Ambiental, ya son más de 1.750 conflictos en el mundo, la mayoría relacionados con industrias extractivas entre las que hay una elevada presencia de empresas extranjeras, parte de ellas españolas.
La cara humana de estos conflictos son los y las defensores del derecho a la tierra, al agua, al medio ambiente general; en muchos casos, líderes y lideresas de pequeñas comunidades que se enfrentan a amenazas porque su lucha interfiere con los intereses económicos. Son ellos quienes se encuentran ante la disyuntiva de proteger su territorio o perderlo para siempre por proyectos empresariales sobre los que nadie les consultó previamente. Sus batallas se traducen con mucha frecuencia en violaciones de los derechos humanos, cuando no en la muerte. El caso más conocido es el asesinato de la activista hondureña Berta Cáceres en defensa de un río. Pero hay mucho más.
La persecución es algo que conoce bien el líder quetchí Bernardo Caal, cuya defensa del río Cahabón, en Alta Verapaz (Guatemala) frente a la construcción de un megaproyecto hidroeléctrico -en el que participa la empresa española ACS-, ha provocado una preocupante ola de difamaciones y de criminalización tanto hacía él como a su familia. Tanto es así que tuvo que permanecer oculto, cambiando de domicilio cada dos días, durante cuatro largos meses de este mismo año. El delito de Caal fue denunciar que no se había consultado a la población indígena antes de que el gobierno de Guatemala cediera la explotación del río Cahabón, sagrado para los indígenas, a la empresa de Florentino Pérez y de preocuparse porque no había beneficio para las comunidades quetchís de la zona. Cuando se quisieron dar cuenta, el río, que les provee de agua y alimentos, se había quedado prácticamente sin cauce.
Hay que recordar que todo ello ha ocurrido en una región, el departamento de Alta Verapaz, que está considerada como una de las más pobres del país, y por ende de Centroamérica. Y en un municipio, San Pedro Carchá, en el que el 95% de la población no tiene acceso al agua potable.
Volviendo al principio. ¿Es esta la contribución adecuada de las empresas a la reducción de la pobreza? Desde luego que las empresas pueden contribuir al desarrollo, pero mientras el respeto a los derechos humanos y la protección de los recursos naturales no sean de obligado cumplimiento, la realidad nos dice que no es posible.
Por ello, denunciamos un poder que se acumula en manos únicamente de quienes acumulan todo el dinero. Empresas y personas que hacen “políticas a medida”, y Estados que contribuyen a que estas desigualdades obscenas se perpetúen. Necesitamos un cambio profundo en nuestra concepción de lo que significa el desarrollo. También es necesario revisar si se puede seguir permitiendo el enriquecimiento sin medidas de unos pocos, a costa de la salud y el bienestar del planeta y de todos los seres humanos.
Almudena Moreno, responsable de la campaña sobre empresas y derechos humanos (TIERRRA) en Alianza por la Solidaridad.
Conozco de cerca está realidad y me sumo a la denuncia de esta violacion del derecho de los pueblos indígenas, y apoyo el movimiento de los mismos para la defensa de su territorio y zonas de vida como lo reza el convenio 169 de la OIT